Para la gloria de Jesucristo y la extensión del Reino
de Dios en la tierra
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FIESTA DE LA DIVINA MISERICORDIA
“La fiesta de la Divina Misericordia surge de mi piedad más entrañable... Deseo que se celebre con gran solemnidad el segundo domingo de Pascua de Resurrección... Deseo que la fiesta de la Divina Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores” (Juan Pablo II).
"Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal. 118, 1).
Hermanas y hermanos: Este estribillo del Salmo 118 es una invitación a contemplar la misericordia de Dios Padre, manifestada a través de su Hijo Jesucristo. Con este estribillo prolongamos el gozoso Aleluya de la Pascua y actualizamos la presencia de Jesús resucitado que una tarde se apareció en el cenáculo a sus apóstoles para darles el gran anuncio de la Misericordia Divina al decirles: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn. 20, 21-23).
Jesucristo es el rostro de la misericordia de Dios Padre. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es la misericordia del Padre celestial en persona, porque Él pasó por el mundo haciendo el bien, ayudando a los necesitados. Jesucristo es la Divina Misericordia, porque cada mirada, cada palabra y cada gesto es un acto de misericordia. Jesucristo es la Divina Misericordia porque su mirada - bondadosa, dulce, amorosa, impresionante, impactante - va mucho más allá de nuestro pecado o miseria. La predilección de Jesucristo por los niños y por pobres, su compasión con los enfermos y con los pecadores, sus milagros… son expresiones de misericordia. Jesucristo realizó su mayor obra de misericordia con la ofrenda de su propia vida en el altar del Calvario. Entregando todo, hasta su misma vida, para salvarnos a todos, Jesucristo nos enseñó que: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn. 15, 13). Con su Misterio Pascual - su pasión, su muerte y su resurrección - Jesucristo nos abrió la puerta de la misericordia para que obtuviéramos el perdón de los pecados y llegáramos al paraíso del cielo.
Los regalos de la Pascua son signos de misericordia. La paz y el don del Espíritu Santo fueron los regalos que Jesucristo resucitado dio a sus discípulos en la Pascua, como expresiones de su divina misericordia (Jn. 20, 21-23). Como sucedió con los apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: "Paz a vosotros". La paz en el corazón de los seres humanos es fruto de la práctica de la misericordia. Es necesario igualmente que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu Santo sana las heridas de nuestro corazón, derriba los muros que nos separan de Dios y de nuestros semejantes, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la comunión fraterna.
Las llagas de Jesucristo son signos de su misericordia. Luego del saludo de la paz, Jesús dio a sus apóstoles evidencias de que Él resucitó y está vivo. La página del Evangelio según san Juan subraya que el Resucitado, al atardecer del primer día de la semana, se apareció a los apóstoles y «les mostró sus manos y su costado» (Jn. 20, 20); les mostró los signos de su dolorosa pasión impresos de manera indeleble en su cuerpo. Esas llagas gloriosas, que ocho días después hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la Misericordia Divina; revelan que «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn. 3, 16). Esas llagas gloriosas de Jesús revelan que «Él amó a los suyos hasta el extremo de dar su propia vida» (Jn. 13, 1). Más allá de mostrar las gloriosas llagas de sus manos y de su costado, Jesús resucitado muestra a sus apóstoles la herida de su corazón, fuente del que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad.
En relación con la gloriosa llaga del costado del Redentor, del que el evangelista san Juan dice que salió “sangre” y “agua”, al ser traspasado por la lanza de un soldado (Jn. 19, 34), santa Faustina vio salir dos haces de luz que iluminan el mundo; y el mismo Jesús le explicó a santa Faustina que estos dos haces de luz representan la “sangre· y el “agua”. Y si la “sangre” - en la simbología del evangelista san Juan - evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el “agua” nos recuerda el bautismo y el don del Espíritu Santo (Cfr. Jn. 3, 5; 4, 14; 7, 37-39). Estas verdades nos invitan a contemplar, con una mirada de fe, a Jesucristo resucitado que hoy viene a nuestro encuentro extendiendo sus rayos de misericordia, que son las flores y los frutos del amor, que son los signos de la plenitud de gracia que brota de su corazón traspasado.
La misericordia de los discípulos de Jesús. El divino Maestro nos enseñó, de palabra y de obra, a ser misericordiosos; nos enseñó que «debemos amarnos unos a otros como Él nos ha amado» (Jn. 13, 34); nos enseñó que todos estamos llamados a ser misericordiosos con los demás; nos enseñó que nosotros «debemos ser misericordiosos, como es misericordioso el Padre celestial» (Lc. 6, 36). Jesús nos enseñó que el premio a las obras de misericordia que hagamos con las personas necesitadas será la felicidad eterna; por eso, en el discurso de las bienaventuranzas dijo: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5, 7).
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El distintivo de los cristianos es el amor, es la caridad, es la misericordia. A este distintivo de los cristianos se refería Jesús cuando dijo: “En esto conocerán que sois mis discípulos: Si os amáis unos a otros” (Jn. 13, 35). Y a este distintivo nos referimos cuando en nuestra liturgia cantamos: «La señal de los cristianos es amarnos como hermanos». Ser cristiano es ser humano a la manera de Jesús, Maestro de misericordia. Ser cristiano es amar y perdonar, a ejemplo de Jesús. Ser cristiano es ver al prójimo con los ojos de Jesús, esto es, con una mirada que no juzga, que no condena, sino que perdona; con una mirada dulce, compasiva y misericordiosa. Ser cristiano es ver a Cristo en el hermano que sufre.
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Hoy las señales de los clavos y la herida del costado de Cristo hay que verlas en todos aquellos que llevan en su cuerpo y en su alma huellas de sangre, de llanto y de dolor. Hoy nosotros estamos llamados a enjugar lágrimas, a vendar heridas y a dar aliento y esperanza a todos los que sufren. Hoy nosotros seremos misericordiosos si actuamos como el Buen Samaritano, es decir, si no pasamos de largo ante aquellos seres humanos que están caídos a la vera del camino, sino que nos detenemos y les ayudamos en sus necesidades. Hoy nosotros seremos misericordiosos si nos inclinamos para atender las miserias humanas, como lo hizo Jesucristo.
El reproche de Jesús a Tomás es una forma de corregir al que yerra (Jn 20, 27-29). Tomás es la figura de aquel cristiano que se aleja de la comunidad, que no cree en el testimonio de la comunidad, que es incapaz de contemplar a Dios en el mundo y de percibir los signos de la nueva vida que nos da Cristo resucitado. Las dudas de Tomás también son nuestras dudas. También nosotros, muchas veces, como el apóstol Tomás, tenemos crisis de fe, nos asalta la duda, nos llegan momentos de incredulidad y se nos dificulta creer en el misterio de la resurrección de Cristo y de nuestra propia resurrección. El reproche que Jesucristo hizo a Tomás nos enseña que la fe es de un orden distinto al del conocimiento sensible. No es la visión física sino la visión interior, fruto de haber recibido el Espíritu Santo, lo que nos hace creyentes. Por eso dijo Jesús: “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn. 20, 29). Dichosos también los que hoy celebramos esta fiesta y los que nos consagramos a la Divina Misericordia, para crecer en la fe y en el amor a Dios y al prójimo. «Misericordiosos como el Padre seremos - Si de Jesús, el Maestro, aprendemos». Gloria a Dios… porque es eterna su misericordia… Que Dios bendiga a todas las personas generosas y buenas que extienden sus manos con gestos de misericordia con aquellos seres humanos más necesitados.
Jesús Misericordioso: Yo me consagro enteramente a ti, para vivir iluminado por los rayos luminosos de tu amor infinito que brotaron de tu santísimo corazón en la cruz. Derrama en mí, Señor, a través de esos rayos divinos, tu santa fragancia y ayúdame a esparcirla con acciones de compasión y de bondad. Oh buen Jesús: Inunda todo mi ser con el manantial inagotable de tu amor misericordioso, para que yo te sirva, te ame y te alabe por toda la eternidad. Amén.