Para la gloria de Jesucristo y la extensión del Reino
de Dios en la tierra
Para la gloria de Jesucristo y la extensión del Reino
de Dios en la tierra
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lc. 23, 46).
Hermanas y hermanos: Los acontecimientos del primer Viernes Santo los narró san Pedro con estas palabras:
“Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Él no cometió pecado, ni encontraron engaño en su boca; cuando le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se entregaba en las manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado” (Iª Pe. 2, 21-24).
En esta recta final de nuestra ceremonia religiosa de hoy - y a la luz de esta narración que nos presenta el apóstol Pedro – los invito a que contemplemos con mucha fe el misterio doloroso de la muerte de nuestro Señor Jesucristo.
Era al rededor del medio día cuando crucificaron a Jesús; y desde el mediodía hasta las tres de la tarde el sol se eclipsó y la oscuridad reinó sobre la tierra. El drama del Mártir del Calvario está llegando a su fin; su obra estaba terminada; tan sólo le faltaba proclamar su última palabra, al igual que la primera, dirigida también a su Padre.
Con una confianza filial plena y una seguridad absoluta, Jesucristo entrega todo en manos de su Padre; y se entrega Él también. Él sabe que en esas manos encontrará reposo, alivio y descanso. El Hijo sabe que esas manos santas de su Padre lo coronarán como Rey universal. Con esa plena convicción, su última palabra, salida de lo más profundo de su alma, es esta: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”; y diciendo esto, inclinó la cabeza y expiró. == = == Jesucristo muere en la cruz; pero Él resucita al tercer día.
Hermanas y hermanos: Dirijamos ahora nuestra mirada hacia el monte Calvario. Contemplemos, con una mirada de fe, al Redentor del mundo, al Dios hecho hombre que un día entregó su vida también por todos nosotros. El divino rostro de Jesús de Nazaret que se desgonza sobre su costado es la rúbrica de su testamento que Él nos deja en sus siete palabras de amor y de vida eterna; y su último suspiro es el preludio de la efusión del Espíritu Santo. Jesucristo muere en la cruz. Su sacrificio se ha realizado. La deuda de la humanidad, contraída a causa del pecado, ha quedado cancelada. Todos los derechos que perdimos en el árbol del paraíso nos han sido devueltos en el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Fuimos rescatados a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero inmaculado; y con esta fuente de gracia, la promesa de una vida nueva empieza a florecer: La cortina del templo se rasgó de arriba abajo; la tierra tembló; las rocas se rajaron; los sepulcros se abrieron; y muchos cuerpos de santos que dormían piadosamente resucitaron; y al presenciar todo lo ocurrido, muchos - con el centurión romano - exclamaron: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mt. 27, 51 ss).
La ofrenda de la propia vida de Cristo en el altar del Calvario no es el punto final de su existencia; y su cruz no fue un signo que pasó a la historia. Desde el mismo momento del sacrificio de Cristo, la cruz cambió de significado: De signo de castigo pasó a ser signo de salvación. Desde aquella tarde misteriosa del Calvario, desde la tarde «del porqué del abandono», la cruz se convirtió en un signo de esperanza para el mundo. La cruz de Cristo es un misterio donde se encuentran la humillación y la exaltación, la muerte y la vida. La cruz de Cristo es un instrumento de redención. La cruz de Cristo es el altar donde Él se inmola y el trono de su gloria, desde donde reinará para siempre. La cruz de Cristo es el «árbol de la vida» en el que se le devuelve al hombre la vida perdida en el árbol del paraíso. La cruz es un signo del seguimiento de Cristo. Por eso Él había dicho: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame” (Mt. 16, 24). La cruz es un signo externo de nuestra Iglesia, de nuestra religión católica, de nuestro cristianismo. El sentido teológico de la cruz es el amor. La cruz de Cristo es el signo de un Dios que es Caridad y que, sólo por amor, nos entregó a su propio Hijo, para salvarnos. La cruz de Cristo es el camino para llegar a la gloria del cielo. La cruz del Redentor significa que Él ha asumido hasta el final la injusticia del mundo. Jesucristo ha bebido hasta la última gota el cáliz amargo de la muerte violenta y bebiéndolo ha asumido todas las cruces del mundo.
El sacrificio de nuestro Señor Jesucristo es fuente de luz, de vida y de salvación. Su dolorosa pasión es nuestra medicina. Sus sagradas llagas nos han curado. Por su sangre preciosa hemos obtenido la redención… (Is. 53, 5; Iª Pe. 2, 24; Ef. 1, 7; Col. 1, 14). Jesucristo padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; pero Él venció a la muerte y resucitó glorioso al tercer día. Hoy Cristo vive; Cristo reina; Cristo impera… Honor y gloria a Cristo, vencedor de la muerte. Honor y gloria a Cristo que entregó todo, hasta su misma vida, para salvarnos a todos. Honor y gloria a Cristo que sigue reinando para nosotros desde el árbol de la cruz y nos participa su Misterio Pascual a través de los santos sacramentos, para que tengamos vida en abundancia.
Oh buen Jesús: A la hora de tu muerte pronunciaste las palabras que después de ti han repetido muchos amigos tuyos antes de morir. Permítenos, Señor, que estas sean también las últimas palabras que pronuncien nuestros labios antes de partir hacia el encuentro definitivo con el Padre en la eternidad. En tu paso por la tierra, oh Cristo, comenzaste hablándonos de tu Padre y entregaste tu vida hablándonos de tu Padre. El Padre es el «Gran Presente» en todas tus horas, en tu vida y en tu pensamiento. Orando empezaste tu vida y orando la terminas.
Oh buen Jesús: Te damos gracias porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”; y Tú la has dado por nosotros. Te damos gracias, oh Cristo, porque con tu preciosa sangre nos rescataste de la esclavitud del pecado y de la muerte. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos: que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Oh buen Jesús: Por tu sagrada vida, pasión y muerte, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Oh Cordero de Dios y Sacerdote Eterno: Te suplicamos que la celebración de tu Misterio Pascual nos colme de gracia, nos santifique y nos dé mucha fortaleza para llevar nuestra propia cruz hasta la meta final; para llevar nuestra propia cruz con amor, sin quejarnos y sin llorar. Ayúdanos, oh Señor, a morir cada día al pecado y guía nuestros pasos por el camino del cielo. Amén.
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1. LINK para el Sermón de las Siete Palabras en audio, grabado en los estudios de la emisora Santa Barbará Estéreo, en Garagoa, año 2006. Predicador Padre. Marcelino Puin Amaya
2. Sermón de las Siete Palabras en video, por el Monseñor José Camargo Melo año 1995.
Prólogo
Primera Palabra
Segunda Palabra
Tercera Palabra
Cuarta Palabra
Quinta Palabra
Sexta Palabra
Septima Palabra