Para la gloria de Jesucristo y la extensión del Reino
de Dios en la tierra
Para la gloria de Jesucristo y la extensión del Reino
de Dios en la tierra
Éx. 12, 2-8. 11-14: Prescripciones sobre la Cena Pascual.
Iª Cor. 11, 23-26: Cada vez que coméis del pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor.
Jn. 13, 1-15: Los amó hasta el extremo.
Hermanas y hermanos: Con esta Eucaristía, denominada Misa de la Cena del Señor, entramos de lleno a la celebración del Triduo Pascual e iniciamos la vivencia de los misterios más importantes de nuestra fe y que culminan en la Pascua de Resurrección.
La liturgia del Jueves Santo conmemora las acciones que realizó Jesucristo en la Última Cena: el lavatorio de los pies, la promulgación del Mandamiento Nuevo, la institución de la Eucaristía y la institución del Sacerdocio.
LAVATORIO DE LOS PIES
“Si no te lavo, no tendrás parte conmigo” (Jn. 13, 8)
El gesto del lavatorio de los pies, por parte de Jesús a sus apóstoles, va mucho más allá del aseo corporal. El lavatorio de los pies simboliza la pureza de conciencia o limpieza de toda mancha de pecado, como un requisito para poder participar de la Cena Pascual. El lavatorio de los pies aparece, así, íntimamente relacionado con los sacramentos del bautismo y la reconciliación. La gracia divina que recibimos en estos sacramentos es un don de transfiguración; es un don que perdona y levanta nuestra naturaleza caída a causa del pecado; es un don que purifica y santifica al hombre pecador y lo lleva hasta Dios.
En la mente del divino Maestro está la idea de una participación digna de sus discípulos en la Cena Pascual. De lo contrario podrían ser excluidos como aquel personaje del Evangelio que fue rechazado del banquete porque no llevaba el traje nupcial (Mt. 22, 11-14). Más tarde san Pablo dirá: “El que come y bebe indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor se come y se bebe su propia condenación” (Iª Cor. 11, 29).
La lección es bastante clara: si nosotros hemos quedado limpios de pecado, por las prácticas cuaresmales que hayamos hecho y por el sacramento del perdón, entonces podremos recibir dignamente la Sagrada Eucaristía.
Vemos, desde la óptica de la fe, que el lavatorio de los pies es un signo de purificación interior o pureza de corazón; pero es, además, una demostración de humildad, de caridad y de servicio. La distancia infinita entre el Hijo de Dios y los hombres, su trascendencia absoluta, su divinidad y su dignidad de Maestro, su carácter mesiánico… todo lo pone Jesús a los pies de sus discípulos en una formidable y vivísima pedagogía de humildad, de caridad y de servicio a los demás. Aquí tenemos la lección estupenda que todos hemos de aprender: no es el primero el que más sabe, ni el que ocupa un puesto más alto en la sociedad, sino el que más y el que mejor sirve a sus semejantes. Así lo hizo Jesucristo; y así lo dijo: “No he venido a ser servido, sino a servir…” (Mt. 20, 28). Jesucristo es ejemplo de servicio. Jesucristo es ejemplo de humildad. La humildad es la virtud que nos ubica en el puesto que nos corresponde, así sea en el último lugar. La humildad es una virtud para ascender. Es lo que dice el Evangelio: “El que se humilla será ensalzado…” (Mt. 23, 12). Jesucristo nos dio ejemplo y nosotros debemos seguir sus pasos. Aprendamos y sigamos el ejemplo de Cristo que es manso y humilde de corazón.
LA PROMULGACIÓN DEL MANDAMIENTO NUEVO
Amaos los unos a los otros, como yo os he amado
Después de haber dado Jesús este testimonio maravilloso de humilde servicio a los demás ya se siente competente para proponer al mundo la Ley primera y la única de su Reino. Es el momento preciso para promulgar el Mandamiento Nuevo, la exigencia máxima de su Evangelio, el único criterio eterno y seguro de verdadero cristianismo: el amor. En el discurso prolongado que sigue a la Cena, en el Evangelio según san Juan, Jesús no habla a sus discípulos más que de tres cosas que vienen siempre a lo mismo: de la caridad, de la unión y del Espíritu. Las frases claves de este discurso de despedida, que es su testamento y la síntesis de todo su Evangelio, son estas:
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“Un Mandamiento Nuevo os doy: Que os améis unos a otros, como yo os he amado”.
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“En esto conocerán que sois mis discípulos: Si os amáis los unos a los otros”.
La novedad del mandamiento de Jesús sobre el amor al prójimo está en amar a los demás no como nos amamos a nosotros mismos, sino como el mismo Jesús nos amó, esto es, hasta el extremo de dar su propia vida por nosotros.
El amor al prójimo es el verdadero distintivo del cristiano; por eso en un himno de nuestra liturgia cantamos: “La señal de los cristianos es amarnos como hermanos”.
El amor al prójimo se traduce en misericordia, caridad, entrega y perdón.
1). El amor es sinónimo de misericordia. Jesucristo es «el rostro de la misericordia del Padre celestial», y Él nos pide a todos sus seguidores que seamos misericordiosos, como el Padre es misericordioso con nosotros (Lc. 6, 36). La misericordia significa ponerle el corazón a la miseria; significa tener compasión con los demás; significa ayudar a las personas necesitadas. Nosotros seremos misericordiosos si actuamos como el Buen Samaritano, es decir, si no pasamos de largo ante aquellos seres humanos que están caídos a la vera del camino, sino que nos detenemos y les ayudamos en sus necesidades. Nosotros seremos misericordiosos si nos inclinamos para atender las miserias humanas, como lo hizo Jesús de Nazaret. El premio a las obras de misericordia que hagamos con las personas necesitadas será la vida bienaventurada, pues el mismo Jesús nos dijo: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5, 7).
2). El amor es sinónimo de caridad. Pero la caridad no es sólo dar una limosna a un pobre para quitárselo de encima; ni construir un asilo o un orfanato; o dar porque todos dan; o aguantar a un enfermo porque es un familiar y no hay más remedio. La caridad es mucho más que todo esto. Son verdaderas manifestaciones de caridad: la paciencia, la serenidad, el buen carácter, la amabilidad, la bondad, el respeto a la dignidad de la persona humana, el respeto de los derechos del hombre, el respeto a la vida y a la libertad, la honestidad, la honradez, la justicia, la verdad, la tolerancia… Es lo que dice san Pablo a los cristianos de Corinto:
“La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no se engríe; es decorosa, no busca su interés; no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (Iª Cor. 13, 4-7).
“La caridad - reina de todas las virtudes - es el poder y la fuerza de la unión, el lazo de la amistad y el fundamento de la paz” (San Cipriano).
3). El amor es entrega… Amar es entregar, es dar, es donar, es servir… El amor es la entrega o la donación de algo o de alguien para un bien. Una forma de este amor entrega se lleva a cabo sirviendo a los demás; y el ejemplo más claro es el mismo Jesucristo. Él nos enseñó a servir (Mt. 20, 28). Él nos amó hasta el extremo y nos enseñó a amar. Él entregó todo, hasta su misma vida, para salvarnos a todos.
4). El amor es perdón. El que ama, también perdona. Jesucristo nos exige perdón para con el prójimo, para alcanzar también el perdón de Dios. Esta es la enseñanza de Jesucristo en la cuarta petición del Padre Nuestro: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Jesucristo nos exige perdonar no hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Esto significa que siempre debemos perdonar. El perdón de las ofensas es un requisito indispensable para la reconciliación universal y para que haya paz en el mundo.
Jesucristo nos exige amar a los enemigos. El amor al prójimo incluye el amor a los enemigos, a los que nos odian, a los que nos hacen algún mal, a los que nos persiguen y calumnian. Lo dijo Jesucristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldicen, rogad por los que os maltraten” (Lc. 6, 27-28).
Jesucristo nos exige el cumplimiento de su Nueva Ley. El aprendizaje de las enseñanzas de Jesucristo y la puesta en práctica son inseparables. Sin embargo, puede suceder que muchos cristianos se conformen con aprender la Ley de Cristo, pero olvidan lo más importante que es la práctica. En muchas partes del mundo, por ejemplo, hay seres humanos que viven momentos difíciles porque han olvidado el mandamiento nuevo de la caridad y del perdón. En muchos ambientes familiares y sociales germinan muy poco las semillas del amor, de la caridad y del perdón. En muchos rincones de la tierra crece la ortiga del odio, de las venganzas y de la violencia.
El problema para el hombre de hoy no está en la comprensión de las exigencias de Cristo, sino en el cumplimiento. Nosotros por nuestras propias fuerzas somos incapaces de llevar a la práctica el mandamiento nuevo de Cristo, sobre todo cuando nos exige amar a los enemigos y orar por ellos. La práctica de este mandamiento sólo es posible con la ayuda de la gracia de Dios, especialmente con la fuerza redentora del Misterio Pascual.
Hermanas y hermanos: Hoy es un día, más que ningún otro, en el cual la Iglesia nos recuerda la condición para ser verdadero cristiano, discípulo de Cristo: “Si os amáis los unos a los otros”. “Que os améis los unos a los otros” es un llamado al diálogo, al perdón, a la reconciliación y a la paz. La paz es un don de Dios y una tarea de todos los hombres. La paz, igual que la caridad, empieza por casa. La paz que tanto anhelamos, algún día llegará si hoy empieza a germinar la semilla de la caridad en el corazón de todos los hombres y en el seno de todas y de cada una de las familias de la tierra. Es cierto que vivimos momentos difíciles, pero esperamos, con la ayuda de Dios, que llegarán tiempos mejores. Estos tiempos llegarán si nosotros erradicamos el egoísmo de nuestro corazón y si aprendemos a amar y a perdonar. Erradiquemos, hermanos, de nuestra vida interior la cizaña del pecado y hagamos de nuestro corazón un verdadero semillero de caridad. Sólo así derrotaremos la violencia; y sólo así lograremos la paz.
Oh buen Jesús: Tú nos dejaste un Mandamiento Nuevo. Tu Palabra nos da vida. Tu Ley es perfecta. Oh buen Jesús: enséñanos a amar como Tú amaste; y enséñanos a perdonar cono Tú perdonaste a tus enemigos.
LA INSTITUCIÓN DE LA SAGRADA EUCARISTÍA
Tomad y comed... Tomad y bebed...
Jesucristo reunió a sus doce apóstoles, les lavó los pies, les dio un Mandamiento Nuevo y los alimentó con el pan y el vino misteriosamente convertidos en su Cuerpo y en su Sangre. Jesucristo instituye la Sagrada Eucaristía. El divino Maestro, rodeado de sus discípulos, toma en sus santas y venerables manos el pan y el cáliz con el vino, eleva sus ojos al cielo, pronuncia la acción de gracias al Padre, bendice el alimento y la bebida y los reparte a sus comensales diciéndoles: “Tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo que será entregado... Tomad y bebed todos de él porque este es el cáliz de mi Sangre que será derramada…”. Con estas palabras queda instituido para siempre el sacramento de la Eucaristía. Con estas palabras Jesucristo anticipa su sacrificio de la cruz. Aquí se convierte en realidad espiritual lo simbolizado en la Cena Pascual del pueblo hebreo. Aquí se convierte en realidad espiritual lo simbolizado en el maná del desierto. Jesucristo es el Nuevo Maná. Y los milagros de la multiplicación del pan que hizo Jesucristo son un signo anticipado del banquete de la Sagrada Eucaristía. Con la institución de este sacramento se convierte en realidad todo lo que Jesucristo dijo en el discurso del Pan de Vida. Jesucristo es el Pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan tiene vida eterna…
La Última Cena es la renovación de la Pascua Judía, con un nuevo pan que es el mismo Jesucristo. Y la Santa Misa que celebramos todos los días, particularmente la de esta tarde, es la renovación - recuerdo y actualización - de la Última Cena.
El Banquete Pascual de Jesucristo, es decir, la Última Cena, es un signo de la Nueva Alianza; es un signo del amor de Dios a la humanidad; un signo de la presencia salvadora de Jesucristo en el mundo. La Sagrada Eucaristía es el sacramento de nuestra fe; es la fuente y la cumbre de la vida cristiana. La Sagrada Eucaristía es el pan y el vino milagrosamente convertidos en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús. La Sagrada Eucaristía -milagro de amor- es el mismo Jesucristo en persona, vivo y real, con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y con su divinidad. La Sagrada Eucaristía es el mismo Jesucristo, el Cordero inmolado, el que quita el pecado del mundo (Jn. 1, 29). La Sagrada Eucaristía es misterio de comunión: “La Eucaristía es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo. Con este sacramento, Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en el dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo” (DA 251). La Sagrada Eucaristía es nuestra Pascua; y cada vez que la celebramos, en memoria del Señor, profundizamos más nuestra inserción en el Misterio Pascual de Jesucristo y nos comprometemos más seriamente a vivirlo en nuestra existencia de cada día.
En este Jueves Santo y en cada Santa Misa que celebramos Jesucristo nos dice también a nosotros: “Tomad y comed porque esto es mi Cuerpo…”. Con palabras del Apocalipsis, Jesucristo nos dice hoy: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3, 29).
Hermanas y hermanos: Celebremos con profunda fe esta Eucaristía en memoria de la Cena del Señor; alimentémonos con este pan espiritual; y rindámosle el homenaje de adoración a Jesucristo, presente en este admirable sacramento.
Oh buen Jesús: Creemos que Tú estás presente en la Sagrada Eucaristía; por eso te decimos: Bendito, alabado y adorado sea el Señor en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Oh buen Jesús: Tú eres el Nuevo Maná. Tú eres el Pan de Vida. Oh buen Jesús: danos siempre de este pan; y fortalécenos para la vida eterna. Amén.
LA INSTITUCIÓN DEL SACERDOCIO
Jesucristo es Sumo y Eterno Sacerdote. El título de honor «Sumo y Eterno Sacerdote» que la Carta a los Hebreos le otorga a Jesucristo no es una idea abstracta, sino una realidad muy concreta que significa la cercanía del amor del Padre. Mediante su Sacerdocio Jesucristo realiza la prueba más grande del amor de Dios a la humanidad. La institución de la Sagrada Eucaristía, como anticipo del sacrificio de la cruz, es la máxima expresión del Sacerdocio de Cristo; y es su máxima expresión de amor.
Ante las miradas atónitas de los apóstoles Jesucristo -Sumo y Eterno Sacerdote- ha instituido la Eucaristía con estas palabras: “Tomad y comed: esto es mi Cuerpo… Tomad y bebed: esta es mi Sangre…”. Indudablemente esto los debió sorprender a todos; pero la sorpresa mayor debió ser la recomendación que Él les hizo: “Haced esto en memoria mía”. Con estas palabras queda instituido para siempre el Sacerdocio como un sacramento. Con esta recomendación queda instituido el Sacerdocio Ministerial. Las palabras de Cristo realizan lo que significan. Desde ese momento los apóstoles, y después de ellos los sacerdotes, tienen el poder de realizar lo que Cristo ha realizado: consagrar y ofrecer el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Desde la Última Cena los apóstoles son los representantes de Jesucristo en el mundo, en modo especial en el ejercicio del Sacerdocio. Y desde los comienzos de la Iglesia los obispos son los legítimos sucesores de los apóstoles.
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Los obispos y los sacerdotes somos ministros de Dios y representantes de Jesucristo en la tierra.
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Nuestra vocación sacerdotal hunde sus raíces en el Sacerdocio de Cristo.
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Los sacerdotes somos hombres tomados de entre los hombres y llamados para servir a los hombres en lo que a Dios se refiere (Hb. 5, 1; PO 3).
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Los sacerdotes somos ministros de la Palabra de Dios, llamados a comunicar la verdad del Evangelio (PO 4).
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Los sacerdotes somos ministros de los sacramentos y representamos a Jesucristo, sobre todo en el punto culminante de la Eucaristía (PO 5).
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Los sacerdotes somos hombres como los demás hombres. Somos hombres con limitaciones, con defectos y pasiones como todos; con cualidades y méritos como todos; en todo igual a los demás, también en el pecado. Los sacerdotes no somos ángeles, sino hombres; y no precisamente hombres perfectos. Los apóstoles tampoco eran hombres perfectos; y aun así Jesucristo los eligió como sus representantes.
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Los sacerdotes, aún con nuestros defectos, somos llamados por Dios a una vocación especial. Somos llamados a una misión y a unas funciones sagradas; somos llamados a evangelizar, a consagrar, a perdonar; somos llamados a comunicar la vida de Dios a los hombres.
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La vocación sacerdotal es un don gratuito que Dios da a quien quiere y cuando quiere. El llamado también puede ser cualquier niño o cualquier joven de los aquí presentes. Dios quiera que a la luz de este mensaje surjan abundantes vocaciones.
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, orientó su actividad sacerdotal a la comunión de todos los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Para ello fundó la Iglesia como fermento de unidad, de salvación y de fraternidad entre todos. Para ello instituyó el Sacerdocio Ministerial y quiso que también en la Iglesia, a través del bautismo, todos participáramos de un Sacerdocio Común o Real. Esto significa que, mediante el sacramento del bautismo, todos somos ungidos y consagrados como un pueblo sacerdotal. Es lo que dice el ritual de los bautismos a una criatura que ha recibido la gracia divina: “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te ha librado del pecado y te ha dado una vida nueva del agua y del Espíritu Santo, te unge con el crisma de la salvación para que habiendo entrado a formar parte de su pueblo santo permanezca como miembro de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey”. Así, pues, mediante esta unción bautismal, todos participamos del Sacerdocio de Cristo. Y con esta consagración todos estamos llamados a elevar plegarias y súplicas y a ofrecer sacrificios por nuestros propios pecados y por los pecados de todos los seres humanos. Por eso, como pueblo sacerdotal que somos, todos unidos y con profunda fe, celebremos esta Eucaristía en memoria de la Última Cena; y dirijamos nuestras plegarias y súplicas a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote; y por medio de Él al eterno Padre.
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Oh buen Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote: Te damos gracias por los regalos de la Última Cena: la Eucaristía, el Sacerdocio y el Mandamiento Nuevo de la caridad y del perdón. Oh buen Jesús: Te alabamos, te bendecimos y te glorificamos porque quisiste quedarte a vivir en medio de nosotros.
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Oh buen Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote: Humildemente te suplicamos por el incremento y la perseverancia de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Oh buen Jesús: danos sacerdotes santos. Oh buen Jesús: danos muchos sacerdotes santos.
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Oh buen Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote: Con profunda fe te suplicamos para que cese la violencia y para que en el mundo reine la justicia, el amor y la paz. Te suplicamos por la conversión de los pecadores y por la unidad de todo el género humano.
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Oh buen Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote: Quédate con nosotros y bendícenos con el don precioso de la paz.