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Quinta Palabra

“Tengo sed” (Jn. 19, 28).

Oh buen Jesús: Te doy gracias, en nombre de todos, por pagar nuestras deudas con tu propia vida; y permíteme decirte que, a estas horas de la tarde, al final de la jornada: “Yo tengo sed ardiente que me devora el alma. Yo tengo sed de ti. Yo tengo sed de Dios. Yo tengo sed de salvación”. Calma, oh Señor, mi sed; calma, oh Señor, nuestra sed con tu preciosísima Sangre que derramaste en tu Dolorosa Pasión y que perpetuamos en el misterio de la Sagrada Eucaristía. Amén.

 

Hermanas y hermanos: Getsemaní y el Calvario son dos escenarios de la agonía del Señor. En estos escenarios, como en muchos otros, Jesús habla con su Padre del cielo. Su ejemplo de oración, mucho más suplicante en el trance de la muerte, es admirable. La oración y la agonía en Getsemaní son el eco retrospectivo del “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. En la cumbre del Calvario Jesucristo dirige su mirada hacia el cielo y hacia la tierra. Él, que en su cuarta palabra hablaba con su Padre para preguntarle por la razón de su abandono, ahora en su quinta palabra se comunica con el mundo para decirle: “Tengo sed”. 

 

Verse abandonado y sentir una sed muy cruel en el momento de morir son dos casos muy dolorosos. El abandono y la sed de un moribundo son dos escenas muy  conmovedoras. Jesucristo - verdadero Dios y verdadero hombre - en su peregrinar por el mundo, hasta el momento de morir, sintió en carne propia el tormento de la sed. Por eso, un buen día, hacia la hora sexta, a una mujer de Samaria que llega al pozo de Jacob a sacar agua, Jesús le dice: “Dame de beber” (Jn. 4, 1-7 ss). Aquí comienza la revelación del misterio de la salvación a los samaritanos. Jesús entra en el corazón de esta mujer ofreciéndole, en sentido sacramental, el “Agua Vivas” para que calme su sed.

 

Jesucristo vino a calmar nuestra sed. Jesucristo es, para nosotros, el Buen Samaritano que, en los santos sacramentos, nos ofrece el “Agua Viva” para calmar nuestra sed. En otro escenario diferente al del pozo de Jacob, en la sinagoga de Cafarnaúm, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el Pan de la Vida. El que venga a mí, no tendrá hambre; y el que crea en mí, jamás tendrá sed” (Jn. 6, 35). Y a una multitud sedienta de salvación Jesucristo le dijo: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba" (Jn. 7, 37).

 

Y el mismo Jesús que en el escenario del pozo de Jacob se presenta como el “Agua Viva”, y que le dice a la mujer Samaritana: “El que beba del agua que yo le dé jamás volverá a tener sed” (Jn. 4, 10-14) ahora en el escenario del Calvario exclama: “Tengo sed”.

 

Jesús de Nazaret - el Hijo del Hombre - como Él mismo se identifica - desde la noche anterior no había probado ni comida, ni bebida. Sus fuerzas habían empezado a menguar desde Getsemaní. La oración prolongada en el Huerto de los Olivos, la agonía y su sudor de sangre, la traición de Judas y su paso obligado a la casa de Caifás, ora a donde Herodes y a donde Poncio Pilato, la negación de Pedro, la flagelación y la corona de espinas, el peso de la cruz por el camino de la Vía Dolorosa y la crucifixión… todo esto había provocado una total deshidratación de su cuerpo y, en consecuencia, una terrible sed lo atormentaba. Jesucristo no se queja ni de cansancio, ni de hambre; pero sí se queja de sed.

 

“Tengo sed” es el reclamo de Jesús en su agonía. “Tengo sed” es una súplica humilde y sincera. “Tengo sed” es una solicitud de ayuda a una necesidad apremiante. La ayuda a los necesitados es una obra de misericordia muy bien recompensada. El mismo Jesús lo había dicho en su Evangelio: “Todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca…os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt. 10, 42). Jesús, manso y humilde de corazón, pide ayuda para abrirle un espacio a la caridad fraterna. Como un signo de compasión y de solidaridad con el agonizante de Nazaret, un soldado empapa una esponja en vinagre y se la arrima a los labios. Para un Rey en agonía, torturado por la sed y con su lengua pegada al paladar, no hubo una bebida refrescante. Para que se cumpliera la Escritura, al Mártir del Calvario le dieron a beber vinagre (Sal. 69, 22).

 

La sed de Jesucristo es mucho más profunda que la sed física. La sed de Jesucristo es una sed espiritual. La sed del Señor en su agonía es una sed de salvación; es una sed por salvar al hombre. La sed del Redentor es un deseo ardiente de que en el mundo cese la violencia y reine la justicia, el amor y la paz. Jesucristo vivió cada instante de su vida con esa sed ardiente de salvación. Todos los encuentros de Jesucristo con los pecadores, todos sus llamados a la conversión, todas sus enseñanzas, sus milagros, y hasta la misma entrega de su propia vida, son expresiones de esta sed de salvación. Definitivamente, Jesucristo tiene sed de nosotros; y nosotros tenemos sed de Dios.

 

El grito de Jesucristo en su agonía cuando dijo - Tengo sed - hace eco en el grito de tantos hombres y mujeres que a lo largo de la historia claman para que cese la violencia y reine la justicia, el amor y la paz. Escuchemos nosotros el clamor de los que sufren el azote de las injusticias; y, desde el seno de la familia, eduquemos a los niños y a los jóvenes en el respeto de la dignidad de la persona humana y en el respeto de los derechos del hombre.

 

Todos los seres humanos ardemos de sed, por tantas cosas que nos inquietan. En todas partes se escuchan llantos y gritos de dolor de seres humanos que arden de sed por una vida mejor. En su tiempo, Jesucristo escuchó estos gritos de multitudes de seres humanos y en el Sermón de la Montaña les dijo estas palabras de consuelo y de esperanza: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos quedarán saciados” (Mt. 5, 6).

 

Hermanas y hermanos: No busquemos calmar nuestra sed en lugares equivocados. Busquemos a Jesucristo, que Él es la fuente de “Agua Viva”. Busquemos Jesucristo, que Él es el que verdaderamente puede calmar nuestra sed. Busquemos a Jesucristo, que Él es nuestra única esperanza de salvación.

 

En nuestras oraciones, pidámosle a Dios, para que Él, en su infinita misericordia, siga derramando, en estos días santos, copiosa lluvia de bendiciones que calmen nuestra sed. En nuestras oraciones, pidámosle esta tarde a Jesucristo que sacie hoy y siempre nuestra sed; y abramos también nuestros corazones, con obras de misericordia, para saciar la sed de los demás. Así, en el momento del juicio final, escucharemos esta sentencia favorable de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre… porque tuve sed y me disteis de beber…" (Mt. 25, 35).

 

Oh buen Jesús: La sed fue otro de los tormentos intolerables en tus horas de agonía. Con una sed ardiente de que en el mundo reinara la justicia, el amor y la paz moriste en una cruz. No permitas, Señor, que seamos menos que aquel soldado que te alcanzó una esponja empapada en vinagre para calmar tu sed. Por la sed que padeciste en la cruz concédenos a nosotros la gracia de salvar almas para el cielo. Oh Cristo, que tu ejemplo nos conmueva y no permitas que mientras Tú mueres de sed por salvarnos, nosotros busquemos calmar la sed de los placeres mundanos. Oh buen Jesús: Con humildad te suplicamos que tu preciosa Sangre que derramaste en el altar del Calvario y que perpetuamos en el misterio de la Eucaristía nos purifique de todos nuestros pecados y sacie nuestra sed. Que tu Cuerpo y que tu Sangre, Señor, nos fortalezcan para la vida eterna. Amén

Oficina Cr. 9 N° 10 - 34 Garagoa Cel: 310.214.49.78

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